Para este mes quiero proponer a vuestra consideración una idea que, a mi modesto entender y en el orden práctico, es de vital importancia para todos, creyentes o no. Los discípulos de Jesús, a pesar de que física y psicológicamente sentimos y nos disgusta el dolor (como a todo el mundo), no sufrimos; más aún, no podemos sufrir. Me explico: Cristo ha vencido a la muerte y a todo cuanto nos pueda constreñir (nº 1505 del catecismo). Esta es la buena noticia, la primera salvación llevada a cabo por Jesucristo, de la que tantas veces oímos hablar.
En Jesús de Nazaret, Dios se hace hombre para reparar la injusticia de todos los hombres de la historia que, por su ateísmo, idolatría e impiedad, desconocen el verdadero origen y fin de la existencia humana. En muchas ocasiones Jesús manifiesta su procedencia y su final: Dios Padre (Jn 8,13-30). Como todos hemos sido creados por el mismo Padre e injertados en el hijo por los sacramentos, estamos en condiciones de afirmar con Cristo, que sabemos de dónde venimos y a dónde vamos. Tener esta certeza nos da seguridad y esperanza. Por otra parte, desaparece todo miedo, temor, inseguridad y en muchos casos, desesperación.
También sabemos por qué y para qué vivimos:
1) No por un determinismo o predestinación inevitables, sino por una elección libérrima del Amor y por amor. Hemos nacido para amar y ser amados. Esto nos aporta alegría, libertad y desecha toda tristeza y melancolía.
2) No para sacar adelante nuestro personal proyecto de vida, sino para realizar la misión encomendada por Aquel que creó y ordenó todo. Se trata de comunicar, al modo como lo hacen las demás criaturas, la belleza y bondad que Dios imprimió en cada uno. Esto aporta paz, bienestar y previene de muchas frustraciones.
¡Por cuántas cosas sufren las personas que tienen poca o ninguna fe…! Los creyentes de fe sincera, como afirma el Señor en (Lc. 6,20-26) también experimentan la felicidad en aquello que a muchos les hace sufrir como la humillación, la pobreza, etc.
Los Apóstoles cuentan cómo salieron muy contentos después de haber sido injuriados y azotados por causa de Jesús (Hch. 5,40-42). Esto es porque los bautizados en Cristo somos constituidos en reyes. Reinamos con él, sobre todo principado, potestad, trono y dominación. Duelen los ultrajes y los golpes en nuestra piel pero no sufrimos. Como no sufre una mamá durante los dolores del parto por el alumbramiento de una nueva vida. Como no sufre nuestro Señor en los estertores de la muerte, mientras suplica a Dios el perdón para sus verdugos con la esperaza de su salvación.