El fin primordial que tenemos todos en la Iglesia y para el que ha sido creada, es el de “propagar el reino de Cristo en toda la tierra para gloria de Dios Padre, y hacer así a todos los hombres partícipes de la redención salvadora, y por medio de ellos ordenar realmente todo el universo hacia Cristo. Toda la actividad del Cuerpo místico, dirigida a este fin, recibe el nombre de apostolado, el cual la Iglesia lo ejerce por obra de todos sus miembros, aunque de diversas maneras (Conc Vat II, Decr Apostolicam actuositatem, 2). En este mismo punto se afirma además que “la vocación cristiana es, por su misma naturaleza, vocación también al apostolado”.

Según este párrafo del magisterio debemos colegir  que nuestra pertenencia a la Iglesia implica propagar el reino de Cristo que es un reino de paz, de justicia, de verdad y de vida. “Reino de sacerdotes, nación santa, pueblo adquirido para anunciar las alabanzas de Aquel que os ha llamado de las tinieblas a su admirable luz” (1P 2,9).
Esta propagación o apostolado incluye a todas las gentes, aunque de modo especial a los niños y jóvenes, preferentemente. Nuestra sociedad opulenta y rica los empobrece con sobredosis de sexo, dinero y droga, etc. para impedirles el natural ejercicio de pensamiento y acción de su libertad.

¡Qué podemos hacer! ¡Ay si yo tuviera la varita mágica! Que les parece lo que al respecto opina San Gregorio Magno (Hom 6 sobre los evang): “También puede ocurrir que no tengan pan que dar de limosna al indigente; pero quien tiene lengua, tiene algo más que poder dar, pues alimentar con el sustento de la palabra el alma que ha de vivir para siempre, es más que saciar con pan terreno el estómago del cuerpo, que ha de morir”.

Otro santo Padre, más actual, habló de este modo: “Queremos recordar a toda la Iglesia que la evangelización sigue siendo su principal deber…Animada por la fe, alimentada por la caridad y sostenida por el alimento celestial de la Eucaristía, la Iglesia debe estudiar todos los caminos, procurarse todos los medios, oportuna e inoportunamente (2Tim 4,2) para sembrar la palabra, proclamar el mensaje, anunciar la salvación que infunde en el alma la inquietud de la búsqueda de la verdad (…) Si todos los hijos de la Iglesia fueran misioneros incansables del Evangelio brotaría una nueva floración de santidad y de renovación en este mundo sediento de amor y de verdad (Juan Pablo I, primer mensaje, 27-VIII-1978).

¿No sería lógico concluir después de todo lo anterior que la clave está en poner en acto, preferentemente, la predicación? Pienso que la obra que más urge practicar es anunciar que Jesucristo es el único que salva a todos de todo.
Contrasto esta afirmación con el nº 6 de AA.: “Este apostolado, sin embargo, no consiste sólo en el testimonio de vida. El verdadero apóstol busca ocasiones para anunciar a Cristo con la palabra: a los no creyentes, para llevarlos a la fe; y a los fieles, para instruirlos, confirmarlos a mayor fervor de vida; porque la caridad de Cristo nos urge (2Cor 5,14). En el corazón de todos deben resonar aquellas palabras del Apóstol: ¡Ay de mí si no evangelizare! (1Cor 9,16).